LECTURAS “Breve historia de la Revolución Mexicana”, de Pedro Salmerón y Felipe Ávila

11/11/2017 - 12:04 am

Una visión global de la Revolución Mexicana, a cargo del historiador Pedro Salmerón y su colega Felipe Ávila. Cómo la Revolución cierra el Porfiriato y cuántas hay, teniendo en cuenta el suceso tan determinante para nuestro futuro.

Ciudad de México, 11 de noviembre (SinEmbargo).- El 15 de septiembre de 1910, Porfirio Díaz celebró el Centenario de la Independencia sin darse cuenta del descontento que se agitaba a su alrededor. La insatisfacción en el campo por los despojos de tierras, la lucha obrera por mejores condiciones laborales, las aspiraciones de hacer de México un país democrático… todas estas movilizaciones, que despertaron la Revolución de 1910 y precipitaron en junio de 1911 el exilio en París del presidente Díaz, cerraron una importante página de nuestra historia, la del Porfiriato.

Sabemos que la Revolución de 1910 alteró el orden social, político y económico del país, conocemos sus causas y a sus principales protagonistas; sin embargo, es inevitable preguntarse si este conflicto, tan significativo para la formación del Estado benefactor mexicano, podría haberse evitado. Entre otras respuestas, Pedro Salmerón y Felipe Ávila son determinantes al afirmar que no es posible hablar de una sola Revolución mexicana, sino de una maderista, otra zapatista, una más villista y la triunfante constitucionalista, cada una la continuación de múltiples luchas, movilizaciones y resistencias acumuladas a lo largo del siglo XIX y los primeros años del XX.

Un libro editado por Planeta. Foto: Planeta Editorial

Fragmento del libro  Breve historia de la Revolución Mexicana, de Felipe Ávila y Pedro Salmerón (Crítica), © 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Capítulo I
LA CRISIS DEL PORFIRIATO
1. ¿Contra qué se hizo la Revolución mexicana?

La Revolución mexicana puso fin a un prolongado período de gobiernos liberales en materia económica y crecientemente autoritarios en lo político, que inició en 1867, con el triunfo de la República sobre la intervención francesa y el imperio de Maximiliano. A veces se nos olvida que entre 1862 y 1867 el pueblo mexicano, encabezado por la mejor clase dirigente de su historia, combatió y expulsó a un invasor poderoso y ensoberbecido, a costa de ingentes sacrificios y más de 90 000 muertos y mutilados. Con la victoria de la República terminó la época en que la principal preocupación nacional fue la defensa de la soberanía y la integridad del territorio frente a la ambición de las grandes potencias, cuatro de las cuales habían enviado a sus fuerzas de mar y tierra contra nosotros en el curso de medio siglo, lo que nos obligó a gastar los precarios recursos de un país en bancarrota, en pagar un Ejército de privilegios que —aliado con la Iglesia— controló durante ese período la vida nacional, sin poder evitar la pérdida de los vastísimos territorios del norte, a manos de los invasores estadounidenses.

El triunfo de la República trajo variaciones inmediatas a la vida de México. La primera en percibirse fue la transformación de nuestras relaciones con las potencias extranjeras: el desdén, los insultos y abusos de la diplomacia imperialista, tanto europea como estadounidense, dieron paso al respeto que se debe a las naciones soberanas organizadas conforme a derecho. En lugar del falso concepto que se tenía de los mexicanos como pueblo degenerado, y de nuestros conflictos como convulsiones de una nación que se disuelve, se entendió a nuestro país como una sociedad que se esforzaba por constituirse a sí misma. Además, se superó el gran problema anterior a 1867, de cuál debía de ser la organización política del país. El triunfo de la República fue también el de un modelo político moderno, duradero y permitió alcanzar un equilibrio político que duró 47 años.

Sin embargo, fracasó el intento de establecer un régimen democrático capaz de superar el atraso; y en 1876 el último cuartelazo victorioso del siglo xix llevó al poder al general Porfirio Díaz, héroe de la guerra contra los franceses. Desde el primer momento, Díaz ofreció un programa que puede resumirse en dos frases: imponer la paz y promover el desarrollo económico. El camino elegido fue fortalecer a la clase dominante, cuyo sector hegemónico era el de los terratenientes o hacendados; y abrir el país a la inversión extranjera. Las clases dominantes fueron el sustento de la dictadura, y poco a poco los trabajadores y los campesinos fueron borrados como sujetos políticos de un sistema cuyo fin, cadavez más explícito, era la política del privilegio. De 1876 a 1911 México fue gobernado por un régimen de privilegio en el que privó como meta principal, acaso única, el crecimiento económico, con las dos fallas que trae aparejadas un pensamiento así: por una parte el descuido o sacrificio de las libertades públicas, lo que acaba por producir descontento, irritación y, finalmente, rebeldía; y por otra, la desigual repartición de la riqueza. Aunque de 1877 a 1910 la población se duplicó y la economía creció de un modo tangible, espectacular, incluso, este crecimiento económico no se reflejó en el aumento del nivel de vida de las mayorías, por el contrario, los más pobres vivían peor en 1910 que en 1877. Algunos de ellos incluso en condiciones de verdadera esclavitud.

El ciclo presidencial de Porfirio Díaz y la dictadura militar de Victoriano Huerta que intentó preservar su modelo político contra el vendaval revolucionario, coincide con la etapa de la historia del mundo llamada «la era del imperio»; época que se caracterizó por la división territorial del globo entre las grandes potencias, en colonias formales e informales y esferas de influencia. Esta división del mundo tenía, fundamentalmente, una dimensión económica. En ese contexto, el papel de México, como el de otros países de Latinoamérica, era la producción de materias primas para beneficio de los imperios: México era una semicolonia cuyos principales recursos y cuya infraestructura (petróleo, minerales preciosos e industriales, henequén, caucho natural, industrias eléctrica y textil, bancos, ferrocarriles) estaban en manos de trasnacionales, que poco dejaban a cambio del saqueo, todo lo cual se justificaba con un discurso pretendidamente científico: las leyes de la historia dictaban que así tenía que ser.

Quizá sea exagerado decir que el régimen de Díaz haya sido un mero agente u operador de los intereses imperialistas: si bien la apertura al capital extranjero fue amplísima y su influencia en los principales rubros de la economía se volvió decisiva, también es cierto que Díaz mantuvo importantes —de hecho crecientes— niveles de autonomía frente a los gobiernos de las potencias, consolidando la conquista de la soberanía nacional consumada simbólicamente en 1867. Además, al mismo tiempo que se alentaba la inversión extranjera, el régimen apoyó y fortaleció a un sector de la burguesía nacional ligada al campo —los latifundistas—, actuando como pivote de la acumulación de capital mediante el fomento a las inversiones, la construcción de infraestructura y el mantenimiento de la aparente paz social.

A pesar de eso, y aunque Díaz y muchos de sus colaboradores creían que el que eligieron era el camino necesario, acaso único, para sacar a México del atraso, muchos aspectos del régimen sí lo muestran como agente de los intereses económicos imperialistas: el discurso de la necesidad científica para justificar sus decisiones, así como el racismo y la exclusión política de las mayorías; la supresión de libertades, la falta de democracia tras una fachada de normalidad institucional y electoral; la polarización económica que empobreció aún más a los pobres; la auténtica esclavitud humana en algunas regiones del país (sobre todo en aquellas en que se concentraban las plantaciones tropicales para el mercado mundial); los salarios de hambre, la ausencia de derechos laborales y la guerra de exterminio (genocida) contra los indígenas rebeldes.

Eso obliga a preguntarse por el progreso, la paz y el orden presentados como los aportes centrales del Porfiriato. En efecto, el progreso material fue visible, pero fue ese un progreso que benefició a un pequeñísimo número de mexicanos y propició el saqueo de nuestros recursos. Los datos, las pruebas son irrefutables: para la mayoría de la población, el Porfiriato no sólo fue sinónimo de supresión de las libertades: también lo fue de empobrecimiento, hambre y, para muchos, genocidio y auténtica esclavitud.

Repitiendo en México el discurso racista, organicista (el llamado «darwinismo social») y «civilizador» de los imperios, el Porfiriato convirtió las guerras endémicas contra apaches, comanches, yaquis y mayas en guerras de exterminio fundadas en el mismo tipo de argumentos científicos con los que el imperialismo británico justificaba las atrocidades que perpetraba en África ecuatorial o del sur; el francés en Argelia o la corona belga en el Congo (los mismos argumentos del Holocausto nazi o de las leyes de segregación vigentes en Estados Unidos hasta bien entrado el siglo xx). En ese aspecto, como en otros, el porfirista fue un régimen entreguista, al servicio de los intereses económicos de las grandes potencias. En el Porfiriato se hablaba abiertamente de civilizar o exterminar y el discurso «científico» que respaldaba esas políticas fue absorbido por importantes sectores de las clases medias y populares y persiste hasta nuestros días.

***

Así pues, la clave del Porfiriato la dan sus propios términos: «Orden y Progreso». Es decir, gobierno fuerte que garantice la paz; y paz para el desarrollo económico. Más que dictatorial, como ha sido calificado, el Porfiriato puede ser definido como «tiranía», que se define como «abuso de poder o fuerza en cualquier concepto o materia» y, mejor aún, la palabra «autoritario» para calificar al régimen, pues esa palabra significa «partidario extremoso del principio de autoridad». Y eso era precisamente don Porfirio, no solo por su experiencia militar, que lo acostumbraba a ser obedecido, también, porque era, sobre todo, un hombre de acción, es decir, prefería ejecutar las cosas que planearlas, idearlas y sobre todo, discutirlas.

La concentración del poder en la persona de Díaz no se dio de manera automática, sino luego de un proceso que duró poco más de diez años, durante los cuales Díaz fue restando fuerza a los poderes Legislativo y Judicial de la federación así como a los gobernadores, jefes políticos, legisladores y jueces de las entidades; acotando en la práctica las libertades públicas, particularmente las de imprenta, opinión y asociación; destruyendo el poder de los caudillos y caciques surgidos de la guerra contra los franceses, para hacer de los gobernadores meros operadores de sus políticas y garantes del orden en sus entidades; en fin, impulsando las reformas constitucionales que le permitieron reelegirse en 1884 —tras la presidencia del general Manuel González—, y de manera indefinida a partir de 1888. Hacia ese último año, el presidente Díaz terminó de reunir los mecanismos del poder en su persona.

Ahora bien, el régimen y sus ideólogos justificaban el autoritarismo por sus propósitos y resultados, sintetizados en el segundo término del binomio orden y progreso. En efecto: si cabe una generalización sobre el Porfiriato, es que en 35 años se alcanzó la centralización u homogeneización como jamás se había logrado antes, tanto en lo político, a pesar —y a causa— de que Díaz era un tirano, como, sobre todo, en el terreno económico. Porque hasta 1867, México fue una masa económica endeble y desarticulada. Varias circunstancias habían pesado para impedir que México
adquiriera siquiera la fachada de una nación. La primera, la geografía: un territorio de considerable extensión tasajeado en mil pedazos por las montañas y los desiertos. En seguida, la población,
agrupada en millares y millares de aldehuelas aisladas; atomización acentuada por la diversidad étnica y cultural. De ahí que toda la organización social, política y económica se fincara en incontables unidades distintas y separadas. En estas condiciones, la fuerza local, centrífuga o separatista, tenía que prevalecer sobre cualquier elemento general que pretendiera comunicarlas y uniformarlas.

La situación económica empezó a cambiar en la República restaurada, cuando la estabilidad política y la seguridad personal volvieron relativamente seguros los caminos, permitiendo la circulación de personas y bienes. Las vías férreas, que fueron tendiéndose con más lentitud de la deseada, comunicaron regiones antes aisladas entre sí, uniendo un mercado local con otro, fundiéndolos poco a poco para hacer un solo mercado regional, amplio y homogéneo, acercándose a la construcción de un mercado nacional. Estas mismas líneas férreas entraron a zonas cuya explotación había sido marginal o imposible a causa de su aislamiento, pues la falta de transportes hacía incosteable la venta de sus productos potenciales. Por si algo faltara, los ferrocarriles provocaron un proceso de relocalización de enormes consecuencias, empobreciendo temporal o permanentemente unas zonas y enriqueciendo a otras de modo más estable, con provecho de la economía general del país. Las nuevas rutas postales y los vertiginosos medios de comunicación que fueron el telégrafo, el cable y el teléfono, también mejoraron y ampliaron el sistema circulatorio nacional.

Además de avanzarse notablemente en el proceso de pasar de los numerosos mercados locales aislados a los mercados regionales y a la construcción del mercado nacional, también se avanzó de manera palpable en la incorporación de México al mercado mundial. Las comunicaciones y los transportes recién construidos vincularon a México con el mundo exterior a través de las tres líneas troncales al puerto de Veracruz, Nuevo Laredo y Ciudad Juárez, el telégrafo y el cable internacionales. En 1894 se alcanzó el equilibrio presupuestario y el gobierno consideró prudente crear una reserva de diez millones de pesos para hacer frente a algún eventual déficit en las finanzas públicas, que no llegó, por lo que más adelante el gobierno empezó a hacer inversiones
directas para fomentar el desarrollo, las más importantes de ellas en obras portuarias.

Unos pocos datos nos permitirán medir la magnitud del progreso económico: según el Censo de 1910, la población del país llegó a 15.2 millones de habitantes, casi el doble de los que tenía en 1867. El comercio exterior pasó de 40 millones de pesos en 1877 a 288 en 1910 y su composición señala aún mejor los progresos: la plata y el oro perdieron importancia y la ganó la exportación de mercancías elaboradas. Las importaciones, que aumentaron de 49 millones de pesos a 214, crecieron más lentamente que las exportaciones, de lo que resultó una balanza comercial favorable, además de que el peso de las importaciones recaía en elementos que favorecían el progreso general: si en 1877 los bienes de consumo constituían el 75% de las importaciones, en 1910 representaban el 43%: el 57% restante correspondía a bienes de producción, sobre todo maquinaria y equipos de los ferrocarriles y las minas.

La Revolución mexicana se hizo contra un gobierno que había alcanzado logros sobresalientes, que había logrado darle al país estabilidad política y que pudo romper el estancamiento económico. ¿Por qué, entonces, hubo una revolución en México? Una de las razones estriba en el desequilibrio y las contradicciones que el crecimiento de las ramas productivas, comerciales y financieras, generaron en la sociedad. Las cuantiosas inversiones extranjeras no convirtieron a México en un país industrializado, sino que consolidaron la dependencia tecnológica y económica frente a las grandes potencias imperialistas, principalmente Reino Unido, Estados Unidos y Francia. Un proceso similar se vivió en el resto de América Latina.

La exportación de materias primas baratas y la importación de bienes de producción y consumo caros; el control por compañías extranjeras de los renglones fundamentales de la economía; los
brutales abismos económicos entre los pobres y los ricos; la concentración de la tierra y la riqueza en pocas manos; un ingreso per capita muy inferior al de las potencias desarrolladas y un evidente
rezago educativo con elevados porcentajes de analfabetismo, eran rasgos comunes a todos los países de América Latina. También eran comunes a principios del siglo xx la centralización del poder del Estado, sobre todo en aquellos países en que hubo dictadores liberales, el más notable de los cuales, pero no el único, fue Porfirio Díaz.

Aunque la falta de democracia y los problemas económicos generaban un amplio malestar en toda América Latina, la de Díaz fue la única dictadura de aquella época que cayó víctima de una rebelión popular. Sería un error basar la explicación de este hecho en las condiciones de un subdesarrollo extremo. De hecho, México era el país latinoamericano menos dependiente; tampoco era Díaz el más odiado de los gobernantes: por el contrario, en 1910 seguía teniendo una elevada tasa de popularidad.

¿Cómo puede explicarse entonces la singular experiencia histórica de México? Primero, porque en México se estaba dando, más rápidamente que en América Latina, el desarrollo de la clase media y de una pequeña y mediana burguesía vinculada a la naciente industrialización del país, y estos grupos buscaban mayor poder político y económico. En Argentina y Brasil la transición del poder de la vieja oligarquía terrateniente a estas clases emergentes se dio sin necesidad de transformaciones violentas, solo en México hizo falta una revolución, lo que se debió tanto a la tradición nacional de violencia política como a la eficacia y a la solidez del régimen, que no abrió espacios graduales de participación a esos sectores.

Pero la revuelta iniciada por las clases medias y la nueva burguesía condujo a una gigantesca movilización de masas, cuya explicación se encuentra en otros procesos que ocurrieron durante el Porfiriato y que explicaremos en los siguientes apartados: la acumulación del malestar popular en el campo y la ciudad. El deterioro en las condiciones de vida de los grupos populares. La miseria concentrada en las zonas rurales y en las nuevas colonias de pobres urbanos. El despojo —muchas veces violento— de las tierras de los pueblos y comunidades mediante las políticas de desamortización, deslinde y colonización del régimen. El peso de la oligarquía terrateniente en las decisiones del gobierno. La inequidad de la condiciones laborales de los trabajadores, los bajos salarios y la ausencia de oportunidades de mejora tanto para los grupos más marginados como para las clases medias y grupos desplazados de las elites económicas se conjugaron en un proceso que desembocó en huelgas, motines, revueltas y rebeliones que entroncaron, a su vez, con una larga tradición de resistencia popular frente a los abusos de los poderosos. Fue por esas razones, por las que la rebelión política a que convocaron los voceros de las clases medias a partir del 20 de noviembre de 1910, se convirtió en una revolución.

2. Las corrientes subterráneas
Campesinos y grupos rurales

La Revolución mexicana fue un movimiento predominantemente rural. Miles de campesinos, indígenas, arrendatarios, medieros, rancheros, pequeños propietarios, peones y arrieros respondieron al llamado insurreccional de Madero y formaron multitud de bandas armadas que proliferaron en distintas partes del país. Las raíces y la explicación de la revolución están en buena medida, aunque no únicamente, en el campo.

En 1910, el 73% de la población del país vivía en el medio  rural, en el que coexistían tres formas fundamentales de propiedad: las haciendas, los ranchos y los pueblos. Las haciendas eran dueñas, desde la época colonial, de las mejores y más fértiles tierras y durante el siglo xix los grandes propietarios habían avanzado todavía más el proceso de concentración de la tierra. Se estima que, a fines del Porfiriato, entre un 10 y un 20% de los habitantes del campo vivían dentro de los límites territoriales de las haciendas, aunque es necesario subrayar la enorme diversidad regional.

En el norte, árido y extenso, la gran propiedad de los hacendados concentraba enormes superficies, a menudo decenas de miles de hectáreas en manos de una sola familia. En el centro y sur, más densamente poblados y con una mayor presencia de pueblos y comunidades campesinas y con una creciente clase media rural representada por los rancheros, la gran propiedad era de mucho menor tamaño pero más productiva y valiosa, como lo probaban las haciendas azucareras de Morelos y las haciendas cerealeras del Bajío. Sin embargo, en términos generales, en la zona central los pueblos, propietarios originales de muchas de esas tierras, así como de los ríos y lagos que las regaban, a pesar de su lucha por conservarlas en sus manos, las fueron perdiendo. Esa era una larga historia. El último siglo de la era virreinal está plagado de litigios agrarios en los que los pueblos defendieron sus derechos originarios sobre las tierras de las que se habían ido apoderando las haciendas. En esos litigios, algunos de ellos centenarios, muchos pueblos indígenas perdieron la propiedad legal de sus tierras y se vieron obligados a retirarse hacia regiones periféricas, montañosas, frías y menos fértiles. Otros conservaron parte de sus tierras y permanecieron en los valles, donde establecieron una relación simbiótica, de beneficio mutuo con las haciendas. Los habitantes de estos pueblos trabajaban estacionalmente en las tierras de las haciendas, como medieros, arrendatarios o trabajadores asalariados temporales. Estos grupos rurales poseían tierras y se diferenciaban de los campesinos que no las tenían y que se habían convertido en trabajadores permanentes de las haciendas, conocidos como peones, que vivían dentro de los terrenos de las grandes propiedades.

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